Recordó la advertencia y ocultó las pruebas dentro del cajón del escritorio que tiene doble fondo. Era una carta y una pistola semiautomática.
Se levantó del sillón y se apresuró a salir de allí con el mismo sigilo con el que había entrado. El corazón le latía a mil por segundo y necesitaba detenerse en algún lugar a descansar, pero no todavía.
Cruzó la calle, dobló a la izquierda y llegó a la avenida, con un gesto natural hizo detener un taxi, se subió y le pidió que la llevara al terminal de buses.
Había escogido aquel día soleado, porque siempre en las películas el día era gris. Se había vestido de rojo, subida sobre unos tacones vertiginosos y armada de unos guantes del mismo color. Sus ojos azules y su pelo negro corto hacían contraste. Su piel lechosa atisbaba que no era de allí, pero había llegado el mismo día, nadie notó su presencia allí.
Al día siguiente, llegó el personal de aseo y le encontraron muerto. Un tiro en el pecho y el charco de sangre. La policía no se demoró en llegar; el fiscal, detectives por todos lados y la prensa. Al poco rato, llega la madre, vestida de blanco y se abalanza sobre el cuerpo, ofreciendo un espectáculo al salir manchada de sangre. Foto que sería portada de periódicos al día siguiente, con sus ojos cubiertos con unos anteojos ahumados y su cabello negro como la noche. Era la pantomima, todos sabían que ella no se hablaba con su hijo hacía por lo menos diez años.
El occiso era un prestigioso abogado de treinta y pico años, rubio, exitoso y frío como un témpano de hielo. Era abogado litigante, ostentaba el record de cuatrocientos treinta dos casos ganados y ninguno perdido. Era el modelo perfecto de hombre, buen profesional, a la luz del mundo era ético, de una moral probada en cientos de fiestas de beneficencia y unos cuantos miles de dólares en fundaciones dirigidas por las mismas empresas que asesoraba. Todo un círculo vicioso que a la prensa y las cámaras les encantaba.
La asesina tomó el bus en dirección contraria a la que quería ir, pero la pantomima debía hacerla perfecta, por lo que llegó a la ciudad y se juntó con sus amigas para beber unos tragos en el boulevard. Esa noche les contó a las amigas que había estado con un rubio guapísimo y que al día siguiente se iba de viaje. Todo lo cual era cierto.
A las 5 am, la pasó a buscar el taxi para llevarla al aeropuerto. Se iba de viaje al sur, necesitaba unos días sola en la comodidad de la cabaña al lado del lago. Evitó comprar el periódico que ya andaba circulando, subió al avión y desapareció por unos días.
El fiscal era un hombre bajo, rechoncho, que usaba un bigote poblado estilo mexicano. Tenía los ojos negros y brillaban en ellos una chispa de inteligencia supina. Tenía la costumbre de fumar puros cubanos que llegaban de contrabando y tenía una fobia irrevocable a las computadoras. Todo en él consistía en métodos arcaicos que siempre daban el resultado esperado. Cuando lo llamaron para ir a ver el cuerpo del abogado, estaba bebiendo un whisky y fumando un puro con los pies sobre el escritorio, saboreando la resaca de la noche anterior. Era un bebedor empedernido, pero nunca se le encontró ebrio.
Al llegar al lugar de los hechos, supuso inmediatamente que este era un crimen pasional, que era una mujer y que el motivo era venganza. Cuando expuso esto ante sus colegas, le miraron incrédulos y le ignoraron. Uno de ellos le sugirió jubilarse.
Continuará...